Poco se conoce aun en
España el arte outsider— también denominado Art Brut o
arte marginal—. Este término, acuñado por el escritor británico Roger Cardinal en 1972, engloba las manifestaciones creativas producidas
al margen de los circuitos artísticos y, en especial, las llevadas a cabo por
personas con trastornos mentales que tienen una imperiosa necesidad de crear. En este sentido, cualquier moda,
influencia o corriente estética queda completamente aplastada por la expresión
de un arte sin límites ni restricciones, por el reflejo más puro y deshinibido de las
pasiones humanas.
La Tesis Doctoral Procesos creativos en artistas outsider (Madrid: Universidad Complutense, 2010) de Graciela García Muñoz supone un importante punto de partida para los que quieran adentrarse en este extraño mundo artístico. El trabajo, descargable desde el propio blog de la autora (http://elhombrejazmin.com/) , muestra las condiciones y procesos a través de los que cada artista outsider recrea su cosmogonía individual, esa necesidad de expresar su pequeño mundo a través de elementos tan dispares como caligramas, materiales textiles, laberintos de palabras, piezas de mobiliario, textos codificados, muñecos o series numéricas. La música, en muchos casos, también forma parte de este elenco de medios expresivos.
Nacido en Berna (Suiza) en 1864, Adolf Wölfli, con profundos trastornos esquizofrénicos y varios delitos a sus espaldas, pasó los 35 últimos años de su vida encerrado en un asilo para enfermos mentales de Waldaw (Alemania). Su primera etapa en el centro fue especialmente problemática: se dedicaba a sacudir a manotazo limpio a clínicos e internos con el mismo e indiscriminado entusiasmo. Sólo su mera apariencia era motivo suficiente para atemorizar a todo el personal. Consciente de ello fue Julio Cortázar que, en La vuelta al día en ochenta mundos, nos lo presenta como “el gigante Wölfli, un montañés peludo y tremendamente viril, todo calzoncillos y deltoides, un primate desajustado incluso en su aldea de pastores.”
Ante la compleja situación, uno de los médicos decidió, como último recurso , regalarle un lápiz. Los efectos fueron asombrosos: de forma repentina, sus niveles de agresividad comenzaron a descender a la par que un desbordante brote de creatividad emergió plasmado en múltiples hojas de periódico. En Madness and Art: The Life and Works of Adolf Wölfli (Lincoln: University of Nebraska Press, 1992) encontramos los escritos realizados al respecto por su psiquiatra, Walter Morgenthaler:
Cada lunes por la
mañana Wölfli recibe un lápiz nuevo y dos grandes hojas de periódico sin
imprimir. El lápiz tarda dos días en consumirse por completo; entonces Wölfli
debe apañárselas con los restos que ha ido ahorrando o con lo que pueda
conseguir de otros internos. A menudo escribe con fragmentos que no miden más
de cinco o siete milímetros, o incluso con las puntas de mina rotas que sostiene
hábilmente con las uñas. Siempre anda recogiendo papel de embalar y otros
restos que adquiere de los guardas y pacientes de su área; de otra manera, se
quedaría sin soporte pictórico mucho antes de la noche del domingo. En
Navidades el centro le regala una caja de lápices de colores, que le duran como
mucho dos o tres semanas.
Es así como empiezan a surgir toda
clase de mapas, autorretratos, textos imposibles, collages y dibujos que
reflejan sus aventuras imaginarias y su personal delirio de futuro en el que se
ve a sí mismo coronado como San Adolf II. Por supuesto que, entre toda esta
psicosis creativa, había un importante lugar
para la música. Y es que Wölfli veia auténticas piezas sonoras en muchas de sus
obras. De hecho, no son pocas las que presentan, de forma obsesiva, continuas
representaciones de notación musical. Insertada en los espacios vacíos de sus
ilustraciones u ocupando, de forma explícita, toda la escena pictórica, la grafía
sonora se hace latente una y otra vez. Quizá lo más curioso de todo ello sea
que, cuando se le pedía a este pintoresco personaje una explicación de sus
extrañas creaciones, se limitaba a enrollar una hoja de papel para interpretar con ella, a ritmo de polka o mazurka,
un solo de trompeta, como si su enigmático mensaje sólo pudiera tomar forma a
través del sonido.
Un caso similar es el que
representa el afroamericano Melvin “Milky” Way (Carolina del Sur, 1954). Al igual que Wölfli, Way
presentaba tendencias esquizofrénicas y creía que su obra pictórica debía ser
entendida musicalmente. Profundo melómano, sabía tocar algunos instrumentos y llegó
incluso a formar parte de grupos de Jazz y R&B. Su legado está formado por
millones de mensajes indescifrables realizados a partir de un complejo
entramado de textos, fórmulas químicas y ecuaciones matemáticas. Esta
excéntrica obsesión la relaciona el escritor Lyle Rexer en How to look at outsider art (Singapur: Harry N. Abrams, Inc., 2005) con ”la impresión de una elaborada revelación
de orden oculto de las cosas, de las simetrías secretas del mundo capturadas
mediante símbolos”. En cualquier caso, quizá solamente él pueda decodificar la musicalidad de sus creaciones:
Charles Benefiel (EEUU,
1967) es otro artista outsider que a los
30 años fue diagnosticado con ciertos desórdenes obsesivo- compulsivos. Sus
composiciones dan fe de ello: largas listas de series numéricas aparecen de manera infinita sugiriendo
experiencias musicales, visuales y matemáticas. Además, en muchas ocasiones,
Benefiel recurre a círculos y puntos para manifestar lo que el denomina como un “lenguaje
sordo”, una especie de sistema de comunicación mucho más concreto y delimitado
que el que poseemos. De hecho, según su propio testimonio, contar todos esos
puntos es su mejor método a la hora de estructurar mentalmente todo el proceso creativo.